viernes, 16 de enero de 2015

Esto no es una reseña: "El cielo de Lima"

Hace ya más de un mes, quizá dos, que lo cerré tras haber leído cada una de sus páginas. Y sin embargo, no he sabido olvidarlo. Lo veo en mi biblioteca personal, junto a los libros leídos y por leer, entre el Romance en París de Hessel (Ah, qué recuerdos…) y  La soledad del corredor de fondo de Sillitoe (¡Impedimenta, bendita seas!), y no puedo evitarlo: una fuerza ajena a mi voluntad mueve mi mano y obliga a mis dedos a acariciar su lomo en un acto de fingido encuentro fortuito. Lleva ocurriendo una y otra vez desde entonces, desde que nos despedimos en su última página. Mis ojos, al buscar una nueva presa en el estante, conociendo bien su situación en el mismo, se topan siempre con ese lomo mitad blanco mitad lila puntillado. Él aguanta imperturbable mi patético y repetido numerito. Y no puedo dejar de tocarlo una vez más, aunque sea fugazmente, con la torpeza de quien se hace el encontradizo sin éxito, con la lentitud de quien pasea con deleite por un viejo paisaje amado, con la suavidad con la que sus palabras me hicieron entrar en una historia que disfrazada de mentira me supo a verdad en cada frase. Lo toco y siento la necesidad de no dejar de hacerlo. Quizás porque a fuerza de caricias quisiera devolverle algo de lo mucho que me dio en aquellas horas de apasionada lectura. Tal vez sea mi forma silenciosa de aplaudirle, de intentar trasmitirle el mensaje que mis huellas dactilares susurran en ese impulso tonto e irreprimible de tocarlo una vez más. Hoy se lo digo aquí, en este blog que moribundo dejé abandonado por falta de todo, y lo escribo alto y claro: “Gracias por el viaje. Estoy segura de que volveré a ti algún día”. Y me da igual que esto no sea una reseña, porque no lo es. No voy a detenerme en decir qué tiene de magnífico  El cielo de Lima, ni trataré de encontrar la manera de explicar por qué me atrapó la historia y por qué no pude dejar de leerlo desde la primera página. Y no quiero buscar las palabras para alabar lo bien escrito que está ni para gritar a los cuatro vientos el tiempo que hacía que no me encontraba con una novela así. Y tampoco me preocuparé de que quede claro que todo aquel que, como yo, idolatre a Juan Ramón Jiménez tiene que leerlo; y que el que no pues también, porque en realidad Juan Ramón y esos jóvenes esbozos de poetas solo son una excusa para enfrentarnos con la búsqueda de uno mismo y la verdad y la mentira que todos llevamos dentro y fuera. Ni siquiera me detendré a explicar quién es su autor, Juan Gómez Bárcena, del que, dicho sea de paso, apenas sé nada; ni me tomaré tiempo para decir lo merecido que creo que es el Premio El Ojo Crítico de Narrativa más todos los que vengan. Y no daré las gracias a Salto de Página por editarlo. Y no, no, no… porque no sabría hacerlo, porque llevo intentando hablaros de El cielo de Lima desde que terminé de leerlo hace meses y no he sido capaz. Por eso, esto no es una reseña. Es solo una sincera declaración de amor a un libro que espera callado en la estantería, sin saber que ya es uno de mis favoritos, que me devolvió las ganas de seguir leyendo, que él solito despertó este blog y a esta lectora que no puede ni quiere dejar de toparse con él.


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